Antes de que la industria cinematográfica india fuera conocida por su ostentación y grandeza, un hombre cambió silenciosamente las reglas del juego con fotogramas en blanco y negro, tomas largas y silencios prolongados que decían más que mil palabras. Ese hombre fue Satyajit Ray. Nacido en Calcuta en 1921, Ray no era sólo un cineasta. Era narrador, ilustrador, compositor, calígrafo, escritor, pensador y un auténtico espíritu renacentista.
Un nuevo tipo de magia
Ray no perseguía el glamour ni los éxitos de taquilla. Miraba por la ventana, caminaba por la calle y convertía la vida cotidiana en poesía épica. Con Pather Panchali, presentó al mundo a un niño descalzo con sueños más grandes que los de su polvorienta aldea y marcó el comienzo de una revolución silenciosa. Sin melodrama ni florituras. Sólo la verdad honesta y devastadoramente bella. Sus películas no gritaban, susurraban. Y, de algún modo, se sentían en los huesos.
Cine con conciencia
Tanto si se trataba de un ama de casa aburrida en busca de sentido en Charulata, de la lenta erosión de los valores en Jana Aranya o del asombro de un niño en Sonar Kella, Ray se acercaba a los defectos, miedos y tranquilas alegrías de los seres humanos. Presentó personajes que parecían vecinos, primos y nosotros mismos. Y lo hizo todo mientras escribía los guiones, componía la música, diseñaba los carteles e incluso esbozaba los trajes.
Icono mundial, corazón local
Mientras Bollywood cantaba y bailaba, el cine de Ray viajaba a Cannes, Venecia, Berlín y más allá. Kurosawa le adoraba. Scorsese le cita como influencia. Incluso la Academia le concedió un Oscar honorífico meses antes de su fallecimiento, en 1992. Con su dirección cinematográfica, Ray dio forma a un nuevo lenguaje de contención, gracia y profunda compasión. Hizo crecer el cine indio. Décadas después, su obra sigue respirando y hablando. Satyajit Ray nos enseñó que una cámara, en las manos adecuadas, puede ser un espejo del mundo y una ventana del alma.
